La soledad es amiga de la ausencia y del olvido. Con sólo pensarla el cuerpo se tira hacia atrás y ni hablemos de nombrarla!, la piel se nos pone de gallina aunque de nuestras bocas salgan palabras superadas e indiferentes al miedo que esa temida amiga nos impone. Sin embargo nuestra supervivencia emocional tiene un precio y no podemos atarnos al otro sólo por el temor a quedarnos solos.
Hay que hacerse amigo, convivir con ella y encontrar las ventajas que su compañía momentánea (ó no) pueden ofrecernos.
La soledad nos da tiempo para pensar, para encontrarnos con nosotros mismos, para dormir en todo el ancho de la cama y ser dueños de nuestro control remoto. La soledad debe fortalecernos y no apichonarnos, hay que ganarle la batalla a la vida que es nuestra y no de los demás. Estoy convencida que llorar ahora es mil veces mejor que encontrarnos dentro de muchos años y darnos cuenta de todo lo que perdimos cuando nos perdimos.
Obviamente tomar la decisión de soltar amarras es complicada, la comodidad de lo conocido nos da una isla de paz entre tanto caos, pero no pueden negarme que a veces no están a un segundo de mandar todo al carajo!. Bueno, eso pasó... luego de muchas veces de estar a punto de mandar todo al demonio me di cuenta que la balanza estaba más inclinada hacia abajo que hacia al centro y que, mientras yo permanecía inmóvil en esa situación, me iba perdiendo en la nada... vivía por vivir, respiraba por respirar y la rutina marcaba todos los pasos que daba. Yo, una mujer fuerte e independiente, estaba estancada, olvidada y había dejado pasar todos aquellos sueños que esbocé cuando era más chica.
Y aquí estamos, soltando aquellas manos que siempre piden y poco dan, tratando de encontrar mis propios pasos y curándome por dentro para descubrir qué quiero, cómo lo quiero y cuándo lo quiero.
He dicho!
No hay comentarios:
Publicar un comentario